martes, 6 de diciembre de 2011

Viviendo según el cartel.


Hay un pequeño cartel de cartón, escrito a mano, colgando encima de las alitas de pollo humeantes, que dice: “LA VIDA ES LO QUE TE PASA MIENTRAS HACES PLANES PARA OTRA COSA”. El cartel, salpicado de aceite, gira lentamente bajo los rayos naranjas de las luces halógenas que mantienen la comida caliente. Una música de fondo apocalíptica berrea desde unos altavoces escondidos. Hay un chico delgado, de aspecto anémico, merodeando detrás de la barra con la gorra fuertemente encasquetada y las orejas de soplillo, rosadas y peludas. En cada oreja luce más aros que anillas en una barra de cortina y parece que le hayan sido insertados con un instrumento para marcar ganado. Su gorra negra dice “ALITAS” delante, “ALITAS” en blanco. El chico delgado está ocupado con el teclado del ordenador y el teléfono a la vez, aporreando las teclas marrones que repican y con el teléfono pegado al cuello. Otro teléfono suena a su lado para una entrega a domicilio y una chica joven, con la misma gorra y una cola de caballo balanceandose detrás, alarga el brazo por encima del chico delgado, y tira el teléfono al suelo. “¡Mierda!”, suelta y se agacha para cogerlo; lo coge del revés y se lo pega a la oreja. Se oye un zumbido; han colgado. Lo cuelga de un golpe.
-¿En qué puedo servirle? -me dice.
-Una ración de diez alitas, por favor.
-¿Qué salsa?
-¿Cuáles tenéis?
Me echa una mirada exasperada, como si estuviera demasiado ocupada para estar tratando con alguien que no se sabe los procedimientos.
-Está todo ahí, en la pizarra, en el cuadradito amarillo -dice-. Normal, medio picante, y picante picante.
-¿Picante picante? -pregunto.
-Pues sí. Es el doble de picante.
-Me quedo con la medio picante.
-Muy bien -dice mientras garabatea mi pedido y se lo pasa bruscamente a los dos chicos, también delgados con gorras negras y largos delantales, que se ocupan de las freidoras.
-¿Quién ha escrito el cartel? -le pregunto a la chica.
-No tengo ni idea -dice, todavía más molesta porque requiero su atención más allá de su obligación.
-Me gustaría conocerle.
-¿A quién?
-Al que escribió el cartel.
-No sé quién lo escribió -se queja.
-¿Lo sabe alguien de aquí?
Mueve sus anchas caderas hacia los dos cocineros delgados, fregándome la nariz con su cola de caballo.
-¿Alguien sabe quién escribió ese cartel? Hay un tío aquí que quiere saberlo.
-¿Qué? -preguntan los cocineros, casi al unísono, mientras sacuden mis alitas en el aceite chiporroteante y agitan enormes saleros y pimenteros de plata encima de todo el revoltijo.
-¿Quién escribió el cartel que cuelga de ahí? Este tío quiere saberlo.
-Yo no -dice uno de ellos, tirando mis alitas grasientas en un cestito de cartón blanco mientras el otro tipo les echa una masa gelatinosa por encima. La chica se vuelve rápidamente hacia mí.
-¿Para beber?
-Coca-Cola -digo-. Pequeña.
-¿Pepsi va bien?
-¿Es lo único que tenéis?
-Es lo único que tenemos.
-Entonces sí -acepto, y ella pone un vaso vacío en la barra delante de mí, y me acerca el cestito de alitas rojas.
-Son tres con cuarenta y siete -dice.
-¿O sea que nadie sabe quién escribió el cartel? -insisto, mientras busco mi cartera.
-Exacto. Nadie parece saberlo.
-¿A lo mejor fue alguien de otro turno?
-A lo mejor.
-Me gustaría hablar con esa persona, si fuera posible -le digo, dándole un billete de diez muy arrugado.
-¿Por qué?
-Me gustaría ver si la persona que escribió el cartel lo siente de verdad o habla por hablar.
-¿Sentir el qué?
-El cartel. El significado del cartel.
-Mire, no sé quién escribió el cartel, ¿de acuerdo? -me espeta mientras me da el cambio con actitud terminante.
-Bueno, ¿has notado si alguno de los empleados del otro turno es especialmente feliz? ¿Particularmente generoso y atento? ¿Optimista, incluso?
-No estoy en los otros turnos, estoy en éste -me contesta.
-Cierto, pero a lo mejor has oído hablar de esa persona. Probablemente a estas alturas es famosa. Divertida.
-¿Qué persona?
-La que escribió el cartel.
-Mire, señor, no sé quién escribió el cartel. Alguien escribió el cartel, pero no fui yo. ¿De acuerdo?
-Yo escribí el cartel -suelta el chico con la gorra calada y las orejas de soplillo, colgando el teléfono suavemente y rascándose el cogote.

(continuará, otro día)

malines

lunes, 5 de diciembre de 2011

Sin vueltas. El mejor punk.



- Flema


Más feliz que la mierda
http://www.youtube.com/watch?v=GslF6rf4UMM
Si yo soy así
http://www.youtube.com/watch?v=ujrLfxHfEpg
Grande Angie
http://www.youtube.com/watch?v=tyuqpA_i3lA
El linyera
http://www.youtube.com/watch?v=8ghTTgckSms&feature=related
Nunca seré policia
http://www.youtube.com/watch?v=NvCMu1lURco


- Superuva

Domingo de pesca
- Demasiado tarde, 2 minutos

- Cuando yo esté muerto, Katarro Vandaliko

-El cielo puede esperar, Attaque 77

malines

martes, 29 de noviembre de 2011

El Sena



Y sí, parece que es así, que te has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena, algo por el estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de sábana y boca pastosa, casi siempre en la oscuridad o con algo de mano o de pie rozando el cuerpo del que apenas escucha, porque hace tanto que apenas te escucho cuando dices cosas así, eso viene del otro lado de mis ojos cerrados, del sueño que otra vez me tira hacia abajo. Entonces está bien, qué me importa si te has ido, si te has ahogado o todavía andas por los muelles mirando el agua, y además no es cierto porque estás aquí dormida y respirando entrecortadamente, pero entonces no te has ido cuando te fuiste en algún momento de la noche antes de que yo me perdiera en el sueño, porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás ahí casi tocándome, y te mueves ondulando como si algo trabajara suavemente en tu sueño, como si de verdad soñaras que has salido y que después de todo llegaste a los muelles y te tiraste al agua. Así una vez más, para dormir después con la cara empapada de un llanto estúpido, hasta las once de la mañana, la hora en que traen el diario con las noticias de los que se han ahogado de veras.
    Me das risa, pobre. Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y adjetivos y recuentos. Merecerías a alguien más dotado que yo para que te diera la réplica, entonces se vería alzarse a la pareja perfecta, con el hedor exquisito del hombre y la mujer que se destrozan mirándose en los ojos para asegurarse el aplazamiento más precario, para sobrevivir todavía y volver a empezar y perseguir inagotablemente su verdad de terreno baldío y fondo de cacerola. Pero ya ves, escojo el silencio, enciendo un cigarrillo y te escucho hablar, te escucho quejarte (con razón, pero qué puedo hacerle), o lo que es todavía mejor me voy quedando dormido, arrullado casi por tus imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados mezclo todavía por un rato las primeras ráfagas de los sueños con tus gestos de camisón ridículo bajo la luz de la araña que nos regalaron cuando nos casamos, y creo que al final me duermo y me llevo, te lo confieso casi con amor, la parte más aprovechable de tus movimientos y tus denuncias, el sonido restallante que te deforma los labios lívidos de cólera. Para enriquecer mis propios sueños donde jamás a nadie se le ocurre ahogarse, puedes creerme.
Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar por la otra más vasta y más huyente. Ahora resulta que duermes, que de cuando en cuando mueves una pierna que va cambiando el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna cosa, no demasiado enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca de desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas breves, y creo que si no estaría tan exasperado por tus falsas amenazas admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño te devolviera un poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación o nuevo plazo, algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a rodar los primeros carros y los gallos abominablemente desnudan su horrenda servidumbre. No sé, ya ni siquiera tiene sentido preguntar otra vez si en algún momento te habías ido, si eras tú la que golpeó la puerta al salir en el instante mismo en que yo resbalaba al olvido, y a lo mejor es por eso que prefiero tocarte, no porque dude de que estés ahí, probablemente en ningún momento te fuiste del cuarto, quizá un golpe de viento cerró la puerta, soñé que te habías ido mientras tú, creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza desde los pies de la cama. No es por eso que te toco, en la penumbra verde del amanecer es casi dulce pasar una mano por ese hombro que se estremece y me rechaza. La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo. Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con una gracia ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus ojos abiertos.


El río, de Final de Juego, de Julio Cortazar

2008... Let the show begins (Eramos tan pequeñicos)


- L.A Woman de Los Doors

- Unza unza time de Emir Kusturica and the no smoking orchestra

- Fabulosos Calavera, de Los Fabulosos Cadillacs

- Talismán de Skay Beilinson

- "Bootleg" Ferro 2005 de Pearl Jam

Rosco Coltrane

martes, 22 de noviembre de 2011

El candelabro de plata



Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro,
incapaz de adaptarme al florido mundo, donde, para tranquilidad de la hermosa gente, se cultivan
con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero al menos hoy he
comprendido algo; lo he comprendido después de lo que pasó esta noche: soy un hombre bueno. No
lo digo, no escribo esto, para justificar nada. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo
mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un
miserable. Quién podría juzgarme, quién sobre la Tierra (quién en el cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido pero trataré de ser coherente.
Todo empezó esta misma tarde; es decir, la tarde de ayer, puesto que ahora deben de ser las tres o
las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa todavía
quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata, más anacrónico que nunca en medio de la
suciedad y la pobreza que lo rodean, parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué
este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de
Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Supongo que nunca voy a
poder desprenderme de él.
Digo que empezó a la tarde. Había ido a dar sabe Dios cómo a cualquier sórdido callejón del
Dock, cuando, al oír un acordeón y las risas de un cafetín del muelle, reparé en la fecha. Entonces
me vi en el viejo parque de nuestra casa. No sé explicarlo. Las luces, las esferas de colores: recordé
todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras
nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre
espantosamente grande en relación a su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del
alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que –como quien se lava– decidí celebrar
mi propia Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mí me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este
innoble agujero que ahora es mi casa. Con orgullo pueril, me senté a contemplar el espectáculo. El
candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua serenidad hacia todos los
rincones. Al principio me sentí bien; era una sensación extraña, como de paz –un gran sosiego–,
pero, poco a poco, empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto. Para qué lo había hecho: para
quién. Podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo y, por primera vez en muchos
años, necesité imperiosamente de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo una
sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y ésa no vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco.
Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando,
embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre
viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formara parte de la imagen infame de la
cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado.
Jamás lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda
que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–; pero yo sabía que él me
miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo.
Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco;
ése era el hombre que yo necesitaba.
Cuando llegué frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había
supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo –también allí se regocija uno de que
nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto. Una mujer pintarrajeada se le acercó y, riendo, le dijo
alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas.
Enormes marineros de ropas mugrientas abrazaban a mujerzuelas indescriptibles que se les echaban
encima y reían. Alguna de ellas dijo: "¿Quién te crees vos que soy?", y, adornado con un insulto
brutal, le respondieron quién se creían que era. No podía soportar aquello; por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba un minuto más iba a vomitar, o a golpear a alguien, o a llorar a
gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo.
Te venís conmigo –le dije.
Mi voz debe de haber sido asombrosa; el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos, y
balbuceó:
¿Qué dice usted, señor...?
Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.
Pero, cómo, yo... con usted.
Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.

Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto
empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al
darme cuenta de que no era un hombre vulgar; hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le
había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos
bastante borrachos), la confesión surgió por sí misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de
una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos –fueron sus palabras–
eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio,
también de ojos azules.
Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, él apenas
caminaba.
Dijo que ése era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó:
Pensar, señor, que ahora tiene un hijo. Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué
cosa.
Yo pensé entonces en aquel nieto. Ojos de cielo al mediodía, pelo de trigo joven, de qué otro
modo podía ser. Sólo que el viejo Franta difícilmente iba a comprobarlo nunca.
Pero, ¿cómo supiste de ellos?
El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes.
Yo pensaba, me acuerdo, cómo era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese
viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre
queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mí también me va a quedar algo
cuando, como el viejo, tenga la mirada perdida y le diga "señor" al primer sinvergüenza bien vestido
que me hable. Pregunté:
¿Y no intentaste volver...? ¿No trataste...? Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba,
su cara fue endureciéndose.
Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es... Es muy feo. Volver como un mendigo
el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho que en la puerta de la iglesia pide
por un Dios en el que ya no cree... No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho,
y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho... –Hizo una pausa, ahora hablaba
como quien escupe.– Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿se da cuenta?,
entonces ella se murió. Esperando. No ve que todo es una porquería, señor.
La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque esté contando
su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco,
hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles
forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables tipos que ya
han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación.
Qué vergüenza, señor.
Eso dijo, qué vergüenza, y después agregó: No poder matarse.

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo
artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios y acaso el candelabro le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, en suma, que buscaba literatura en los
bajos fondos de Buenos Aires. Entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más
tarde, se transformaría en un colosal engaño.
Quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se
desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella
elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable, que –como el creado por Dios– suele acabar
aniquilándose a sí mismo. El suicidio o la locura son dos formas del apocalipsis individual: la
venganza de la soledad.
Pero éste es otro asunto. Lo que quería decir es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella
y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi
genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño. Él me creía rico y caprichoso, pues bien:
lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción y, a medida que bebíamos, mi palabra se
hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañé, pobre viejo, lo engañé y lo
emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto. Conté una
historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón
de camellos se paseara por el ojo de una aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el
más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo
llevaba –él lo había adivinado– no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento.
El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa y fascinante: yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
De pronto, dijo:
Pero, ¿por qué, señor, por qué...?
No acabó de hablar: no se atrevió. Yo supe que en ese instante me aborrecía con toda su alma.
Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, al menos una parte de mi supuesta
fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora sólo pensaba en una aldea lejana, en un
chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar
las dos últimas botellas que nos quedaban.
Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado
sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una
sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, él también, a ser
una persona.
Volví a la mesa, sus dedos se apartaron.
¿Sabes por qué? ¿Querés saber por qué?
Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente a sus ojos; después, bajando la cabeza
como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad:
¿Sabes lo que es el cáncer, vos?
El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara a nivel de la suya, dije:
Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una
pared.
El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de golpe comprendió lo que yo quería
decir y sus ojos se hicieron enormes. Concluí secamente:
Por eso.
Quiere decir...
Quiere decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendes? Y entonces ni toda mi
plata ni toda la plata de veinte como yo va a poder resucitarme. –Me erguí; hablaba con voz serena
y contenida. –Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al
mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, los que tienen derecho a la
esperanza o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.
Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo.
Cállese, señor... –murmuró.
Y mi idea, súbitamente, se dio forma a sí misma. Como un milagro.
Un cadáver –dije con voz ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de
Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.
De pronto, en el puerto, la noche estalló como una fiesta. En todos los muelles las sirenas
empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos
húmedos. Fuegos multicolores se abrían hacia el río, desparramando sobre el mundo extravagantes
flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras
absurdas y solemnes.
Por Dios, Franta –dije y creo que gritaba–; por ese Dios en el que vos no crees y que acaba de
nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es
mi reconciliación con el mundo. Vas a volver, viejo, y vas a volver como un hombre.
La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos yentraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el judío recién nacido
que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él
también, con su prodigiosa mentira. En la tierra, bajo la Estrella, los hombres de buena voluntad se
emborrachaban como cerdos y daban alaridos.
Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que ya no
olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las
manos y balbuceó llorando:
No te olvidaré mientras viva.
Me había tuteado. Era un hombre: yo había cumplido mi obra.
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa. Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa
misma posición se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises yacariciaba unos cabellos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.
Con todo cuidado, retiré mis manos de entre las suyas y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era
suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.
Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita,
poniendo toda mi alma en aquel gesto, y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo meobsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.

Del libro de cuentos Las Otras Puertas, de Abelardo Castillo