jueves, 27 de enero de 2011



Lo divisó bajo un pino, sentado en el suelo, disponiendo las pequeñas piñas caídas a tierra según un dibujo regular, un triángulo isósceles. A esas horas de la madrugada, Agilulfo sentía siempre la necesidad de aplicarse a un ejercicio de exactitud: contar objetos, ordenarlos en figuras geométricas, resolver problemas de aritmética. Es la hora en que las cosas pierden la consistencia de sombra que las ha acompañado durante la noche y vuelven a adquirir poco a poco los colores, pero mientras tanto atraviesan una especie de limbo incierto, apenas rozadas y casi aureoladas por la luz; la hora en que se está menos seguro de la existencia del mundo. Y Agilulfo tenía siempre la necesidad de sentir frente a sí las cosas como un muro macizo al que contraponer la tensión de su voluntad, y sólo así lograba mantener una segura conciencia de sí. Pero si el mundo, en cambio, se difuminaba en lo incierto, en lo ambiguo, también él se sentía anegar en esta mórbida penumbra, no lograba ya que aflorase del vacío un pensamiento claro, un arrebato de decisión, un pundonor. Se encontraba mal: en esos momentos se sentía desvanecer, a veces sólo a costa de un esfuerzo supremo conseguía no disolverse. Y entonces se ponía a contar: hojas, piedras, lanzas, piñas, lo que tuviera delante. O a ponerlas en fila, a ordenarlas en cuadrados o en pirámides. El aplicarse a estas exactas ocupaciones le permitía vencer el malestar, absorber el descontento, la inquietud y el marasmo, y recobrar la lucidez y compostura habituales. 

(El caballero inexistente, de Italo Calvino. Fragmento)

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